
Ayer, 15 de septiembre. Pocas ganas de levantarme. Mi cuerpo era una nuca completa adherida al suelo del colchón. Encrucijadas: ¿hoy es día para festejar? ¿Y sino festejan, entonces qué les queda? en una ocasión, cuando me quejaba agria sobre el país, la situación, la inconciencia de los demás, en fin... un amigo se me quedó viendo y me dijo: ah... así que tú quieres que ellos estén como tú... ¿cómo? así, cuestionándose todo... sin poder estar del todo tranquilo nunca. ¡No! no quiero que estén así, conmigo me basta. Y así es. A mi alrededor hay gente de to y pa to. Unos festejaron, otros se avergonzaron, otros iracundos, indignados, otros soñándose Adelitas, Hidalgos o Zapatas. Sino fuera porque aún hay seres en el mundo que me mueven, porque aún hay cosas que me gustan, que me atraen, sino fuera porque aún me enamora este mundo, el día de hoy hubiera permanecido acostada. Sin mirar ni al viento. Escuchando a lo lejos los gritos, las tamboras, los mariachis, los cuetes, las expresiones de júbilo porque tienen cuatro o cinco días libres. Entonces entendí: están festejando el puente. Este presidente que tenemos no es tan tonto. O tiene asesores un poco listos. Sino fuera por este gran puente vacacional... quizá muchos no estarían brincoteando como ahora lo hacen. Qué hago... salgo con mi carnaval funesto a derrumbarles las pocas alegrías que aún les quedan. No. Conmigo tengo. Yo no tengo nada que festejar y ese es mi problema. Me quedo con el pico cerrado. Me mantengo alerta mirando al suelo de la patria enrarecerse. Miro resquebrajarse los cimientos. Hay algo que ya no somos. Hay algo que nunca hemos sido, y que sería el tiempo ideal para hacerlo: verdaderos mestizos. Un mestizaje real. Desde hace años salía yo con mi garganta a punto de quebrarse, resquebrajarse, con el cuerpo recto sin permitir que se derrumbara. Salía, Cassandra, para anunciar esto. Para que vieran lo que sucedería. Mi garganta no se quebró. Mi voz sigue llena de visión. Mis manos aún están abiertas. Mi cuerpo continúa con vida. Cuántas veces he querido abandonar este país. Irme lejos, donde la realidad no fuera tan funesta. Y ahora que la realidad es tan aplastante, tengo cierta tranquilidad. Me gusta que haya sucedido lo que preveía. Me gusta, quizá por cuestión de ego, de decir: "yo lo dije". Por supuesto que no he sido la única. Muchos, muchas, lo hicimos. Me considero como un animal que percibe el tsunami. Corrí a destiempo. Mientras todos se preguntaban: ¿qué le pasa? ¿qué traes? y ahora lo que me pasaba y lo que traía ya no me pasa a mí, sino a la mayoría de la población. Antes todos o casi todos festejaban a mi alrededor. Ahora no. Se han dividido profusamente las visiones. Y yo me quedo aquí, como el enterrador de Hamlet mirando la calavera del bufón. Recordando los tiempos en que a este país casi todo le caía en gracia. Todos aquellos que se manifestaban, que urgían que algo estaba pasando, eran sólo "agitadores sin nada mejor que hacer". Recuerdo que en las marchas siempre nos mandaban a trabajar. He dejado de marchar. He dejado de callar las fiestas, de enojarme porque otros bailan mientras el país se derrumba. Nunca me ha gustado juzgar. Puedo comentar, vacilar. Pero no determinar. Recuerdo que en una ocasión quise callar a alguien frente a Elena Garro, era una investigadora literaria. Y me indignaban sus opiniones tan facilonas (ante mi punto de vista) y de pronto le dije: no... tú no puedes hacer eso, no puedes pensar así. ¿Verdad, Elena? y según yo como un buen gato, había pronunciado las palabras correctas, merecía una felicitación y además apoyo para mi postura. Elena de inmediato me dijo: Ella puede pensar lo que quiera. No le debes imponer nada a nadie nunca. Claro que he terminado imponiendo en más de alguna ocasión y he tenido que tolerar lo mismo de otras personas hacia mí. Pero en general procuro no hacerlo. Así que no puedo juzgar a los millones de mexicanos que trabajan en horarios de oficina, o en trabajos agotadores y que perciben salarios miserables. En una nación en la que se asesinan a diario de forma muy violenta. Donde caminan las mismas calles y hablan el mismo idioma, asesinos y muertos. Probablemente cada familia en este país ya vivió el secuestro de algún amigo o familiar. Después de que algunos tenían como su mayor orgullo a su conocido o amigo narco y ahora es o debe ser su mayor verguenza. En un país en que los salarios, las prestaciones, la calidad de vida sigue siendo baja, no me atrevo a decirles: ¿y por qué festejan?. Además al mexicano todavía le queda un poco de eso que lo ha distinguido: danzar sobre la muerte. Un zapateado sobre las tumbas. Y no las del Pére Lachaise o Montmartre, que son visitas obligadas en París de cualquiera que haya leído más de un libro, incluyéndome entre esos cualquiera. No. No son esas lindas tumbas de seres trascendidos que puedes encontrarlos a través de un mapa. Hablo de los panteones donde los perros se abalanzan sobre los huesos, de los tristes panteones del tercer mundo. De los panteones de países como Colombia y México. Las calles panteones de estas naciones. Supongamos: en una calle de alguna ciudad mexicana mataron a tres, al día siguiente ya estarán comiendo tacos de nuevo sobre esa calle. Ninguna culpa tienen las bocas, ni las calles, ni los tacos. Quién o qué tiene la culpa: los huesos por existir, la carne por morirse, el embrión por venir a nacer a una nación como esta, o los panteones por su existencia. Tan fácil que sería que todos los cadáveres se quedaran, como se quedan, en cierta forma, a través de pequeñas cruces o llantos familiares enredados en las calles. Que tuviéramos que saltar literalmente cadáveres. Una de dos: o nos estremecía y entonces sí nos poníamos entre todos a buscar soluciones, o nos acostumbrábamos y jugábamos Rayuela brincando sobre cada cuerpo. Y entonces Cortázar aparecería con todo su rostro de niño grande hablán

Llego a la conclusión: no más ideologías ni fronteras. No me considero mexicana. Ni siquiera humana. Soy un animalito que por alguna razón equivocada ha tenido que venir a coexistir a este planeta. Y lo ha encontrado muy bonito. Muy lleno de cosas raras y excéntricas, como tener que pensar en un país o en una nación o en una fiesta o en dos. Tener que ser libres cuando en sí mismos lo somos. La mayor libertad es amar. Y eso fue lo que me despegó de la cama, y lo hizo de tal forma que aún siendo casi otro día, no puedo conciliar el sueño. El impulso de seguir viva. Respirar el mismo aire que respiran en este momento en cualquier país o continente de la Tierra. Hoy tuve entre mis manos tierra roja. Me la tragué. Extendí el pacto del papel a la tierra, puesto que el papel viene de la madera y la madera viene de la Tierra. Y comprendí más allá de lo que siempre he comprendido, que todo está interconectado. Y que si polvo soy, quiero ser por lo menos un polvo que canta. No quiero ser el pinole que atasca las lenguas y no permite hablar con fluidez. Quiero que todo y todos hablen y callen cuando les dé la gana. Quiero que me sigan dejando hablar y callar, cuando mi nuca lo decida.

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